El latín, la guinda y la tarta
Lo que sucede con las humanidades en la
segunda enseñanza puede parangonarse con la guinda que corona una tarta.
Desde un punto de vista estético es imprescindible, y a todos nos parecería
que, sin ella, la tarta estaría incompleta. Pero, a la hora de partirla, los
comensales van declinando cortésmente la posibilidad de ingerir la guinda
hasta que esta, al final de la velada, languidece esperando que alguien se
acuerde de ella.
Quienes nos dedicamos a la enseñanza de las lenguas
clásicas estamos acostumbrados a una continua labor de justificación de
nuestras materias. Esto no se exige para otras cuya presencia en el currículo
no parece depender más que de efímeras modas pedagógicas, frente a aquellas
que llevan más de dos milenios en el acervo del estudiante occidental.
La reciente concesión del premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales
a la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, junto con el último ensayo
de Vargas Llosa y la despedida del mundo universitario de Jordi Llovet,
entre otros ejemplos, nos permiten reflexionar sobre ello. En Sin fines de
lucro, Nussbaum defiende el papel de la filosofía, la historia, el arte,
la música, la literatura o las lenguas clásicas en la formación del
ciudadano de las sociedades democráticas ya que, sin ellas, el votante
carecería de herramientas para enfrentarse a los desafíos que presentan las
comunidades complejas de principios del siglo XXI. En La civilización del
espectáculo, Vargas Llosa critica la confusión del conocimiento con la
información y alerta sobre el peligro de la desaparición de la alta cultura y
su sustitución por una cultura del entretenimiento que no deja ningún poso.
Si a lo largo de la etapa escolar nadie ha hecho mención de Homero,
Virgilio, Kafka o Pessoa, parece difícil que al llegar a la edad adulta nadie
corra a leerlos. Si las primeras dos décadas de vida transcurren sin entrar
en un museo, asistir a una representación teatral o escuchar un concierto
de música clásica, no nos quejemos luego si lo que le ha quedado al viajero
de su paso por cualquier ciudad de las que se consideran de visita
obligatoria sean las fotografías subidas a su red social sentado en una
franquicia de comida rápida idéntica a cualquier otra. Por último, Llovet en
su Adiós a la Universidad hace un recorrido, a veces hilarante, a veces
deprimente, por la universidad española en las últimas décadas, en el que
critica la sumisión a las leyes del mercado y el desprecio por su labor
fundamental, a saber, la conservación, transmisión y creación del
conocimiento. Aunque no hubiera un solo puesto de trabajo en lontananza,
¿debería eliminar la universidad el estudio de la metafísica, el indoeuropeo,
la literatura provenzal, el arte románico o el hebreo? La respuesta de Llovet
es clara: nuestra generación tiene una responsabilidad ética con las
siguientes por la que, de la misma manera que a nadie le parecería aceptable
dejar abandonados a su suerte una catedral gótica, un cuadro de Velázquez o
un manuscrito de Galdós, debemos permitir que se formen quienes transmitan
a la posteridad estudios como los antes citados, que forman parte del
núcleo de la civilización europea y resaltan lo que nos une mediante esa
herencia común.
En nuestro país, es posible terminar el Bachillerato de
Humanidades sin haber cursado latín y griego, algo inconcebible en el resto
de Europa. No existe la literatura como materia independiente, y el
estudiante apenas ha oído hablar de unos cuantos títulos de los que no ha
leído ni una línea. El alumno termina sus años de escolarización sin tocar
ningún instrumento musical ni tener una idea cabal de la aportación que
supone a la humanidad la música clásica. Afortunadamente, el legislador
consideró materias como la historia o la filosofía obligatorias pues, si no
lo fueran, estarían en el mismo barco que las anteriores.
Las reformas
en este dominio son urgentes, y lo que va trascendiendo de las propuestas
ministeriales suena bien: aumento de la troncalidad y disminución de la
excesiva optatividad, ese modo de atender la diversidad en las aulas que el
tiempo ha ido mostrando como manifiestamente mejorable. No obstante, y hasta
que se produzcan cambios legales (y ya hemos pasado por otras reformas que no
han llegado a buen puerto), tenemos que pedir a las autoridades educativas
extremeñas que nos dejen trabajar. Que esos héroes y heroínas que son los
alumnos que eligen voluntariamente cursar griego y latín (de entre todas, las
únicas materias que no gozan de ningún año de obligatoriedad en ninguna
etapa) puedan hacerlo, pues hay margen suficiente en la legislación actual
para ello, más allá de números. Existen personas a las que les gusta la
guinda. Si todo el mundo la probara comprobaría, para su sorpresa, que es un
placer degustarla. No se asombren si incluso les apetece comerse más de
una.
José C. García de Paredes OlivasProfesor de Griego y Latín
Vocal de la Sociedad Española de Estudios Clásicos en Extremadura